sábado, 24 de marzo de 2012

El espíritu militar de Trimarco






Alfredo Hoffman
De la Redacción de UNO
ahoffman@unoentrerios.com.ar

El Palomar, Buenos Aires, 19 de octubre de 1946.
El cadete Juan Carlos Ricardo Trimarco esperaba ansioso en el pasillo de uno de los pabellones del Colegio Militar de la Nación, que todavía no había cumplido una década de inaugurado. Dentro de su despacho, el director de la institución, Juan Carlos Ruda, coronel, definía su futuro. Trimarco, en posición de firme y con la mirada perdida en un punto indefinido del largo corredor, se debatía entre seguir o no con la carrera castrense que hasta allí se había empecinado en abrazar. Los resultados no habían sido los óptimos durante los primeros dos años y el disgusto de su padre, Gregorio, era cada vez más severo. Deseaba que Ruda se compadeciera de él, aunque la bronca y la soberbia lo impulsaban a abandonar todo cualquiera fuera la decisión final. Era sábado y el colegio estaba desolado. Los pocos pasos de la mañana retumbaban en las paredes y en los techos y, a lo lejos, una radio transmitía el mensaje del presidente Juan Domingo Perón al Congreso para presentar los lineamientos de su Plan Quinquenal 1947-1951. Apenas alcanzaba a oír esa voz que aborrecía, que prometía el voto femenino, la promoción de la industria nacional, la organización de la salud pública y muchas otras “realizaciones e inversiones” para el cumplimiento de los objetivos del pleno empleo, aumento del salario real, crecimiento del mercado interno y una mejor distribución del ingreso. Dos días antes había tenido que comerse el discurso de Perón en Plaza de Mayo por el primer aniversario del 17 de octubre, flanqueado por Evita, diciendo que esa fecha sería “para todos los tiempos el Día de los Descamisados, el día de los que tienen hambre y sed de justicia”. Y el gobierno había obligado a leer ese discurso en todas las escuelas. Sí, aborrecía a ese militar populista.

Ese año, el tercero del Colegio Militar, se había esforzado mucho, su desempeño había mejorado notablemente y hasta había dejado atrás la timidez y la abulia que le reprochaban sus superiores y que lo opacaban frente a sus camaradas. Mientras esperaba allí parado, pensaba si había hecho bien en seguir los consejos familiares; si no hubiera sido mejor seguir los pasos de su padre y vivir la vida más cómodamente, sin el yugo de la disciplina aplastándole la cabeza. Tenía 21 años. Su casa quedaba en Artigas 320, en una esquina del barrio porteño de Flores donde mucho tiempo después se levantaría un edificio de departamentos. Tenía muy cerca la plaza, la basílica y la estación del ferrocarril Sarmiento. Había cursado hasta tercer año en el Colegio Nacional Bernardino Rivadavia, cuyo edificio de avenida San Juan 1545 –en Constitución, bastante lejos de Flores– también era nuevo cuando él pasó por sus aulas. De esa escuela tradicional de la Capital Federal habían surgido personalidades destacadas de la política, la cultura y las armas y también saldrían 14 desaparecidos de la dictadura que Juan Carlos iba a integrar en el futuro, desde el 24 de marzo de 1976. Pero él no había sido un alumno destacado, sino más bien mediocre. Aunque en tercer año había cosechado un 9,50 en Matemática y un 9 en Música y en segundo un 9 en Dibujo –sus mayores logros de la Secundaria–, habían predominado las notas bajas: por ejemplo, un 4,50 en Escritura y un 4,87 en Castellano, ambas en segundo. Tal vez eso lo había decidido a probar suerte en el Colegio Militar y solicitar su admisión el 27 de agosto de 1943, el mismo día que cumplió los 18. Don Gregorio Trimarco, rentista, y doña Virginia Eyssartier, sin ocupación, habían convencido a dos amigos militares para que garantizaran la “moral de la familia”: Manuel Renauld y Constantino Argüelles. Y lo habían aceptado.

El 25 de febrero de 1944 había empezado su instrucción como futuro militar, cargado de una esperanza por destacarse que pronto se desmoronaría. Los dos primeros años había mantenido el pobre desempeño que traía del Colegio Bernardino Rivadavia. En primero había promediado 6,3751 en las materias de estudio –algunas calificaciones fueron 4,75 en Caligrafía y Dactilografía y 5 en Topografía y Dibujo Militar– y 5,3587 en aptitudes militares –Morales de Carácter, 4,75; Morales de Espíritu Militar, 4,75; Morales de Conducta, 8,14; Aptitudes Intelectuales y de Instrucción, 4,75; Aptitudes Físicas, 7,10–. Su papel en las ejercitaciones prácticas le había merecido una apreciación negativa como “con mediocre aprovechamiento” y el concepto general, vertido por Ercole Emilio González Repetto, jefe de Compañía de Zapadores, había sido del mismo tenor: “De regulares condiciones generales. Es distraído (…) Le falta tenacidad (…) debe ser más abnegado y decidido en su labor diaria. Buen tirador y regular gimnasta”.

Durante 1945 había continuado la mala racha. Por ejemplo, en Francés, 5,50; en Historia Militar, 5,37; en Análisis Matemático, 7,87. El promedio de materias de estudio había sido de 6,7385. En Aptitudes Militares apenas había mejorado, con un promedio de 6,2033: sólo se había destacado en Morales de Conducta, con un 9,15; y algo en Aptitudes Físicas, con un 7. El resto era flojo: Morales de Carácter, 5,75; Morales de Espíritu Militar, 5,75; Aptitudes Intelectuales y de Instrucción, 5,50. Eduardo Ricagno, el encargado de redactar el concepto de ese año, no había tenido contemplaciones: “Cadete de buena moral, aunque apático y de pocas condiciones militares. Debe exteriorizar mucha más energía y vivacidad. Tiene poco espíritu militar. Mal jinete y mediocre gimnasta. Apenas ha satisfecho las exigencias del segundo curso”.

Para 1946 se había propuesto mejorar y lo estaba logrando; esperaba que las notas fueran mejores. Hasta que pasó algo inesperado, que no estaba en sus planes: un grupo de cadetes del Escuadrón de Caballería fue sancionado duramente por faltas disciplinarias. Él no estaba en ese grupo, pero se le ocurrió opinar sobre el tema sin advertir que lo estaba oyendo un superior. Cuando se dio cuenta, rogó que no se tuvieran en cuenta sus comentarios. Fue peor. Entonces, parado en ese pasillo, mientras Perón hablaba por el altavoz de una radio lejana, recibió la resolución del director y le dolió como un sablazo:
Orden del día Nº 229 del 19 de octubre de 1946

Impóngase al cadete Juan Carlos Trimarco la sanción disciplinaria de 30 días de arresto exterior y destitución por hacer apreciaciones sobre los castigos que se aplican en el escuadrón, en circunstancias que prestaban declaración en una información sumaria, cadetes del III curso de la citada subunidad y manifestar que no deseaba que las mismas se incluyeran en las citadas actuaciones.
Juan Carlos Ruda, coronel, director del Colegio Militar de la Nación

Durante el viaje de regreso a Flores meditó profundamente. Se enojó consigo mismo por el error cometido, que podía arruinarle la carrera, y se prometió redoblar el esfuerzo por revertir el mal momento; sobre todo, desterrar de una vez y para siempre esas evaluaciones que menospreciaban su personalidad, su tenacidad y su espíritu militar. Al final del año, las notas reflejarían lo sucedido: aunque redondearía un 6,58 en materias de estudio, el castigo lo llevaría a un 4,87 en Morales de Carácter y un hiriente 4,75 en Morales de Espíritu Militar. “Posee muy buenas aptitudes intelectuales –diría el concepto de 1946–. Ha demostrado durante el año mucho interés profesional. Asimila con facilidad todas las instrucciones, evidenciando muy buen criterio. Buen gimnasta y discreto jinete. Una grave falta cometida casi al finalizar el curso ha motivado que se lo aplazase en Morales de Carácter y Espíritu Militar”. Consecuencia: iba a tener que repetir el tercer curso.

Pero 1947 sería completamente distinto y las calificaciones iban a reflejar un cambio radical en su carácter: en las materias de estudio llegaría a promediar 7,2082 y en aptitudes militares demostraría su nueva agresividad: Morales de Carácter, 9,75; Morales de Espíritu Militar, 9,62; Morales de Conducta, 9,67; Aptitudes Intelectuales y de Instrucción, 10; Aptitudes Físicas: 9,50. Promedio: 9,7295.
Los 11 días de arresto con que lo sancionarían ese año –tres por “tener el cuello de piqué sucio, lo cual evidencia dejadez y falta de aseo personal”– no empañarían ese brillante desempeño, a punto tal que el militar peronista Ricardo Ibazeta le dedicaría una evaluación sin críticas y llena de elogios para ese último año del Colegio: “Se destaca por sus sobresalientes aptitudes de mando y por el empeño y dedicación que pone en el cumplimiento de cualquier tarea. Hábil e inteligente instructor y conductor. Activo y vivaz. De personalidad bien definida. Independiente en sus juicios y de claro criterio. Amante de la responsabilidad. Clasificación sintética: sobresaliente. Egresa como subteniente”. Aquel sábado que desesperaba en el El Palomar había cambiado su vida y no pararía en su empeño por llegar a ser el temible general Trimarco. A Ibazeta, el militar que lo evaluó con tantas alabanzas, lo esperaba otro destino: moriría fusilado en junio de 1955, formando parte del levantamiento del general Valle, a manos de la Revolución Libertadora.

El joven Juan Carlos, que por entonces medía 1,75 metros y pesaba 73 kilos, concretaría su egreso el 18 de diciembre de 1947 con una calificación de 7,4698 y un orden de mérito de 94/228. Dejaría la casa familiar de Flores y se metería de lleno en la carrera de las armas, que lo llevaría por varias ciudades del país. Sus dos primeros destinos serían inmediatos: Junín y Neuquén. En 1948, allí en el sur del país, Ernesto Narciso Valdez, superior inmediato, jefe de Escuadrón Ametralladoras, le alimentaría el ego con una evaluación anual para enmarcar: “Es un oficial de brillantes condiciones y aptitudes generales. Su amor a la responsabilidad y voluntad para el trabajo unidos a su inteligencia poco común, hacen de él un excelente instructor. Conoce y domina las prescripciones reglamentarias aplicándolas con criterio pese a su escasa experiencia como oficial. Educado y caballero. El aspecto moral de su personalidad es realmente satisfactorio. Gran camarada. Discreto pero entusiasta jinete. Clasificación sintética: excelente”. Los siguientes informes serían del mismo tono y desde 1950 en adelante siempre lo calificarían con “sobresaliente”. Más adelante sólo lo puntuarían con 100.
En 1952, tras un breve regreso a Junín, volvería a El Palomar para cursar la Escuela Superior de Guerra, donde continuaría con un desempeño destacado y egresaría con un promedio de 7,943. En 1953, portando el grado de teniente primero, contraería matrimonio y tendría a sus hijos Juan Carlos Gregorio en 1955 y Gustavo Adolfo en 1956. Sus  próximos destinos serían Buenos Aires en 1956; Mendoza en 1960; Tandil en 1962 y nuevamente Buenos Aires en 1966. En 1973, ya como coronel, lo enviarían de agregado militar a la Embajada Argentina de Venzuela, donde permanecería hasta el 1º de diciembre de 1975, fecha en que lo designarían segundo comandante y Jefe de Estado Mayor de la Segunda Brigada de Caballería Blindada con asiento en Paraná. En ese destino podría poner en práctica la personalidad que se prometió forjar aquel día de octubre de 1946, sobre todo cuando el 24 de marzo de 1976 asumiera el poder político de la provincia de Entre Ríos con un breve ejercicio como gobernador de facto –hasta el 19 de abril– y el 30 de diciembre del mismo año lo nombraran comandante, un día antes de su ascenso a general. En esta ciudad no permitiría que nadie pusiera en duda sus “morales de carácter” y mucho menos su “espíritu militar”.

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