jueves, 14 de junio de 2012

Representantes de la oligarquía rural de Concordia defendieron a Dasso


Dasso está acusado de dos desapariciones forzadas.
(Foto:UNO/Juan I. Pereira)
Un exdirigente de la Sociedad Rural y un consignatario de hacienda declararon en el juicio por la causa Harguindeguy y destacaron la actuación del exjefe del Regimiento 6, acusado de graves delitos

Alfredo Hoffman
De la Redacción de UNO
ahoffman@unoentrerios.com.ar

Dos representantes de la oligarquía rural de Concordia, Eduardo Martín Andrés Caminal y Roberto Julio Ildarraz, declararon ayer en el juicio por la causa Harguindeguy convocados por la defensa del represor Naldo Miguel Dasso, juzgado por dos desapariciones forzadas y una privación ilegítima de la libertad, delitos considerados de lesa humanidad. Ambos testigos presentaron argumentos favorables a la actuación del imputado cuando fue jefe del regimiento de la Capital del Citrus, en años de la última dictadura cívico-militar; aunque fue Ildarraz quien expresó una apoyo más explícito y hasta pidió tender “un manto de olvido” sobre lo que consideró “una guerra de dos bandos”. Por otra parte, declaró el exconcejal Heriberto Pezzarini, quien en 1976 ayudó a Estela Solaga a averiguar por el paradero de su hermano, el hoy desaparecido Julio Solaga.

Caminal e Ildarraz fueron dos de los firmantes de una carta que, en febrero de 1984, diferentes vecinos e instituciones de la ciudad enviaron a la Comisión de Acuerdos del Senado de la Nación, que presidía el entrerriano Ricardo Laferriere, para apoyar la aprobación del pliego para el ascenso a general de Dasso, lo que finalmente se concretó. En aquel escrito resaltaban la tarea del militar y cuestionaban las denuncias que se hacían en su contra por numerosas detenciones ilegales y por desapariciones de concordienses. La nota había sido redactada por miembros del Ejército y en ella se expresaban conceptos como: las denuncias contra Dasso eran “imputaciones temerarias sin pruebas”, colisionaban “con lo que realmente ocurrió” y tenían el objetivo de “satisfacer sentimientos de revanchas personales”; su actuación fue “por órdenes superiores” y con “serenidad y prudencia”, y tenía una “relación fluida con la comunidad”. Además: “Su actitud en la lucha contra el terrorismo no se limitó a la acción represiva, sino que se distinguió por su vocación docente y educativa de prevención”. Entre otros, al pie aparecían las firmas del obispo Adolfo Gerstner, de monseñor Daniel Zavala; de Mauricio Furman por la Unión Israelita, del exintendente de facto Jorge Aragón por la Cámara Vecinal y representantes de entidades como la Cámara Juniors, el Rotary y el Centro de Industria y Comercio.

Manto de olvido
“Yo colaboré con Dasso en la gran obra civil que hizo en Concordia, como colaboró todo el pueblo. Ayudó a todas las escuelas comenzando por las más pobres, apoyado por la mayoría de las instituciones de la ciudad”, comenzó diciendo Ildarraz, de la empresa dedicada a la administración de campos y remates de hacienda Ildarraz SA –hoy Ildarraz Hermanos SA–. Se refería al Plan de Acción Cívica que implementó el comandante del Área de Defensa 225, que consistía en la reparación de edificios educativos por parte de personal del Ejército con apoyo de las “fuerzas vivas” de la localidad.

El hombre justificó los términos de aquella carta al Senado: dijo que las denuncias de violaciones a los derechos humanos buscaban “revancha”, ya que hubo “ataques de los dos bandos”, y en referencia al plan sistemático de represión ilegal dijo que las fuerzas armadas “defendieron a los civiles indefensos” ante las acciones del “ERP y Montoneros”.

“Vengo acá para traer un pequeño granito de arena para la pacificación de la Patria (…) Después de una guerra quedan resabios. Tenemos que imitar a otros países y poner de los dos lados un manto de olvido para pacificar el país en bien de la patria”, exclamó. Más adelante, añorando aquellas épocas, recordó: “Las fiesta patrias se celebraban con un fervor que conmovía y al frente estaba Dasso. Él nos metió a todos un pedazo de patriotismo adentro”.

El testigo, quien lamentó que por presentarse a declarar se estaba “perdiendo un remate”, afirmó desconocer si hubo detenidos políticos y desaparecidos durante la dictadura, porque –aseguró– “pasaba mucho tiempo trabajando en el campo”. No obstante, luego admitió haberse cruzado con el padre del empresario Gualberto Garamendy en el regimiento, cuando iba a pedirle a Dasso por la libertad de su hijo. Ildarraz reconoció que se veía seguido con el jefe militar.

Cuando le preguntaron si tiene o tuvo actividad política, respondió que fue “afiliado al partido de Alsogaray” en referencia a la Unión del Centro Democrático (UCD). Además mencionó: “En la década del 80 colaboré con (Jorge) Busti en un spot publicitario: yo estoy apoyado en una tranquera y digo que me gustaría un gobierno federal...”.

Moderación
Eduardo Caminal era presidente de la Sociedad Rural de Concordia cuando el imputado comandaba las fuerzas armadas y de seguridad de la ciudad y lo conocía de “reuniones institucionales”. El testigo recordó que desde la institución que encabezaba participó en el Plan de Acción Cívica y defendió los conceptos de la carta a favor del ascenso a general del entonces coronel. “La nota decía que las denuncias eran por los medios y eso no podía impedir el ascenso. En todo caso la Justicia podía actuar cuando lo considerara”, manifestó.

Según Caminal, el represor tuvo “una actuación correcta en la comunidad de Concordia” y “de moderación y andar buscando soluciones”. Recordó que daba charlas en las escuelas sobre la situación del país que eran reflejadas por los medios de la época. Según dijo, por aquellos años no sabía que había detenciones ilegales y desapariciones. Sólo conocía el listado de presos por orden del Ejército que había publicado el diario El Heraldo, pero no sabía si eran legales o ilegales, dijo. “¿A usted le parece que el Ejército tiene facultades para ordenar detenciones”, le aclaró el vocal del tribunal Roberto López Arango.

Caminal relató también que tenía vinculaciones con miembros del Ejército debido a que practicaba actividad hípica y eso lo llevó a conocer también al ministro del Interior de la dictadura, el imputado Albano Harguindeguy. Puntualmente, el testigo jugaba al polo en la cancha del club Donovan, donde existe una edificación que fue señalada como un posible centro clandestino de detención y torturas. Describió a ese lugar como “un quinchito, que era una casita de ladrillo con una parrilla y un saloncito”. En esas canchas compartía partidos con otros militares como Ramón Orieta, Juan Ignacio Aleman y Osvaldo Larocca, quienes fueron mencionados por víctimas y testigos como protagonistas de la represión ilegal. Dasso, por su parte, prefería practicar saltos hípicos.

Declaró un exconcejal
Heriberto Pezzarini, docente, exconcejal y exdirector de Cultura de Concordia, confirmó ayer en el juicio el relato de la hermana del desaparecido Julio Solaga, María Estela Solaga de Moreno. Pezzarini contó que Estela era profesora en el colegio que él dirigía, el Bachillerato Humanista Moderno, y un día la vio mal y ella le contó “el drama” por el que estaba pasando. “Me contó todo como había ocurrido. Traté de tranquilizarla y le sugerí que recurriera al regimiento a buscar datos. También al Obispado y a la Policía. Yo intenté llamar al Regimiento pero no me pude comunicar”, recordó. Ese relato coincide con el expresado por Estela Solaga en su declaración testimonial. Según dijo, Pezzarini le recomendó recurrir al regimiento porque “se comentaba que el Ejército hacía detenciones en todos lados”.

viernes, 25 de mayo de 2012

El supuesto chofer del grupo de tareas concordiense mantuvo el silencio




En la causa Harguindeguy, el testigo Castaño no admitió haber manejado el auto que secuestró al desaparecido Zalasar en mayo de 1976 en Concordia. Lo investigan por falso testimonio.

Alfredo Hoffman
De la Redacción de UNO

En el juicio por la megacausa Harguindeguy, el testigo Miguel Arcángel Castaño estuvo ayer a un paso de salir esposado de la sala de audiencias, ya que durante su testimonio abundó en contradicciones y en un constante supuesto desconocimiento de los hechos investigados. Este expolicía está sospechado de manejar el auto que secuestró al desaparecido concordiense Sixto Zalasar la mañana del 26 de mayo de 1976; algo que él, visiblemente nervioso, negó en todo momento. El fiscal José Ignacio Candioti consideró que estaba “mintiendo” y solicitó que se remita copia de lo declarado a la Fiscalía federal para que investigue si incurrió en el delito de falso testimonio.

Castaño no solo negó su participación en ese operativo, sino que también intentó alegar un supuesto desconocimiento de toda la represión ilegal que ejercía la fuerza que él integraba, algo que hizo que la abogada querellante María Isabel Caccioppoli le preguntara si había sido amenazado antes de la audiencia, cosa que también negó. Sucede que al declarar en la instrucción de la causa, en la Fiscalía federal de Concepción del Uruguay, este hombre había admitido haber participado de procedimientos de la Policía en conjunto con el Ejército, Gendarmería y Prefectura, en la que se utilizaban autos particulares y algunos de los ellos sin patente. Sin embargo, ayer ante el Tribunal Oral Federal de Paraná negó conocer esos detalles y al exhibírsele su anterior declaración hasta dijo que no era su firma la que aparecía al pie. Recién cuando la presidenta del tribunal, Lilia Carnero, le advirtió que podía ser detenido por falso testimonio en flagrancia, admitió aquellas manifestaciones suyas pero aclarando que los procedimientos mencionados eran por accidentes, personas baleadas o delitos comunes, algo para lo cual resulta ridículo imaginar la movilización de fuerzas conjuntas y vehículos sin identificar.

Julia Clelia Ledesma, una vecina de la familia Zalasar que tenía una verdulería en la esquina de Diamante y Las Heras, fue quien declaró en primer término ayer y adjudicó a Castaño haber sido quien manejaba el 4L en el operativo de secuestro de Sixto. Aquella mañana del 26 de mayo del 76, Julia escuchó los gritos y los llantos a los que anteayer hicieron referencia los familiares del desaparecido. Su marido, ya fallecido, fue quien salió a la calle y desde la esquina vio todo lo que sucedía a media cuadra. Al ingresar a la casa le dijo: “La Policía se llevó a Coco”, como se lo conocía a Sixto en el barrio. Sabía que había sido la Policía porque el que manejaba el auto era Miguel Castaño, el hermano de Antonia, la empleada de la verdulería.

Los hermanos Castaño vivían con sus padres a la vuelta, sobre calle Las Heras. Al día siguiente la propia empleada –ahora fallecida– le contó a Julia que su hermano había estado en el procedimiento y que había manejado el vehículo hasta el puente Alvear, donde habían pasado al detenido a otro coche.

Cuando se hizo público a través de los medios de comunicación el dato de su participación en aquel secuestro, Miguel Castaño se presentó espontáneamente en la Fiscalía federal de Concepción del Uruguay –según dijo, sin el asesoramiento ni consejo de nadie–y lo negó. Fue el 3 de agosto de 2007. Pero en aquella oportunidad había admitido haber manejado autos particulares en operativos de la Policía.

Ayer el testigo dijo que era chofer del cuerpo de bomberos de la Policía al momento de los hechos, manifestó no recordar si había un Renault 4L celeste claro en la fuerza –a pesar de que reconoció haber trabajado un tiempo en la comisaría segunda, donde ese vehículo fue visto estacionado– y aseguró que no manejó otra cosa que patrulleros o la autobomba. Sobre lo dicho por Julia Ledesma manifestó que “falta a la verdad”. Agregó: “No sé cómo me metieron en esta causa, no tengo nada que ver”. Y sin que se lo pregunten aseguró: “Yo no participé en ninguno de los operativos de los tres desaparecidos de Concordia: Zalasar, (Julio) Solaga y (Jorge Emilio) Papetti”.

Por otra parte, negó haberlo visto a Zalasar detenido en la Jefatura Departamental de Policía, a pesar de que hay varios testimonios que señalan que fue visto en una celda de esa dependencia. Finalmente, para desacreditar a su propia hija, quien hace poco le contó a Graciela Zalasar que él participó de aquel secuestro, dijo: “Ella anda mal conmigo y es deficiente mental”.

Los años de plomo en Concordia
El testimonio de Rubén Bonelli, actual delegado en Concordia de la Subsecretaría de Derechos Humanos de la Provincia, permitió trazar un panorama general de cómo operaba el terrorismo de Estado en esa ciudad. Bonelli dijo que conoce alrededor de 40 privaciones ilegales de la libertad entre 1975 y 1980. Muchas de esas detenciones estuvieron vinculadas a las tareas sociales que realizaba el grupo de la parroquia Gruta de Lourdes, coordinados por el cura Andrés Servín, encuadrado en la doctrina social de la iglesia y en la “opción por los pobres”.

Muchos de quienes participaban pertenecían a la Juventud Peronista Regional 2. Entre esas tareas habían comenzado a construir viviendas en calle 23 de abril y ruta 4 (barrio Pancho Ramírez). En 1975 fue detenido el encargado del obrador, Luis Rolón, lo que motivó que todo el barrio se movilizara hacia la comisaría cuarta a reclamar su liberación.

Luego del golpe de Estado, el 25 de mayo de 1976 fueron detenidos Julio Correa, con 16 años, y José Godoy, ambos de la JP y Gruta de Lourdes. Fueron llevados también a la comisaría cuarta, donde Godoy fue torturado con picana eléctrica. A la madrugada del día siguiente fueron detenidos Juan Cortiana, su madre, su padre, dos hermanos y dos hermanas. A uno de los hermanos lo tuvieron colgado de los pies en la misma comisaría y allí había un médico Carrazone que regulaba la aplicación de la picana. La misma madrugada, a las 5.30, fue detenido nuevamente Luis Rolón y llevado igualmente a la cuarta y a la Jefatura. Una hora después fue secuestrado Sixto Zalasar, que también participaba de la obra de Servín.

Otros detenidos fueron –en noviembre de 1977– Jorge Villarreal, Juan Denis, un hombre de apellido Messina, también del grupo de la parroquia de Lourdes. Otras privaciones ilegales de la libertad se produjeron el 11 de mayo de 1980 y Bonelli, con 16 años, fue una de las víctimas: 11 jóvenes en total fueron apresados en calle Damián P. Garat entre Corrientes y Salta y sometidos a golpizas. “Me interrogaba un oficial de apellido Moreno. También estaban el Sordo Monzón y el Ronco Palacios. Ellos, junto con otro de apellido Bressan y el Conejo Martínez, eran la patota de Concordia”, relató el testigo.


Perseguidos y quema de documentos
Bonelli, en su calidad de funcionario, intentó recabar documentos de utilidad para la búsqueda de verdad y justicia en el archivo de la Policía concordiense. Encontró los prontuarios de los desaparecidos Zalasar, Solaga y Papetti, pero allí no figuraba ninguna detención. Sin embargo, más tarde le dejaron en la puerta de su casa una bolsa de consorcio repleta de papeles: eran informes de inteligencia y listas de más de 350 personas a quienes la Policía hacía seguimiento por sus actividades políticas, con fechas entre 1975 y 1978, e informes del Ejército firmados por el jefe del Regimiento de Gualeguaychú, Juan Miguel Valentino. Todo está en el expediente de la causa Harguindeguy.

Bonelli también fue advertido por un funcionario policial de que en la Departamental se había realizado un “expurgo”, consistente en la quema de libros de guardia, radiogramas y otra documentación de los años de la dictadura. En su investigación consiguió el acta de aquella incineración, con fecha 10 de marzo de 2004 y las firmas de la entonces directora del Archivo General de la Provincia, Graciela Bascurleguy, y autoridades policiales entre las que estaba el jefe departamental Alfonso Gregorutti. Según dijo el testigo, Bascurleguy le negó en diálogo telefónico que se haya realizado tal expurgo. Bonelli denunció esto ante la Justicia provincial, pero el fiscal de Concordia Gustavo Castillo no encontró elementos para avanzar en la investigación.

jueves, 24 de mayo de 2012

Llegó al Tribunal el reclamo por los ausentes de Concordia



En el juicio por la causa Harguindeguy se escucharon desgarradores testimonios de los familiares de los desaparecidos Solaga y Zalasar. Exigieron al represor Naldo Dasso que diga qué pasó con ellos.

Alfredo Hoffman
De la Redacción de UNO

Sandra Daniela Zalasar tenía 8 años. Aquel 26 de mayo de 1976, a las 6.40 de la mañana, abrazó fuerte a su papá. Hacía mucho frío, Sixto usaba una polera gris y un saco azul con botones que brillaban. Sandra siempre recordaría ese brillo. Se metió en la cama con su hermana más pequeña y su mamá, que estaba embarazada de ocho meses, y su padre salió a esperar el colectivo que lo iba a llevar, como todos los días, a su trabajo en el ferrocarril. Pero a los pocos minutos los gritos desgarradores de Sixto Francisco Zalasar se escucharon desde la calle: “¡Elba, me llevan para matarme!”. Las tres salieron corriendo y lo vieron venir esposado, llevado por dos hombres de civil que lo introdujeron en un 4 L celeste, donde esperaban otros dos, y lo golpearon delante de ellas, de la mamá de Sixto y de varios vecinos.

La familia vivía en calle Diamante de Concordia, entre Las Heras y Avellaneda. Sandra permaneció en la puerta, con la vista clavada en su papá y sosteniendo a su hermanita de 5 años de la mano. Tenía miedo que esos hombres se la llevaran. Uno que llevaba un sombrero negro le apuntó con un arma a su mamá, que con su inmensa panza se aferraba del picaporte de la puerta del vehículo. Quería abrirla para meterse. Sixto seguía gritando en medio de una lluvia de golpes. El 4 L arrancó y giró en Avellaneda. Ella vio que en la otra esquina esperaba un segundo auto. Por eso intuyó que los secuestradores darían la vuelta por la calle paralela, Tala, y tomarían por Las Heras. Corrió desesperada hasta esa esquina, quería llegar a tiempo para pararse delante del vehículo. Pero no pudo, no llegó. Vio pasar el auto con dirección al centro y fue la última vez que vio a su papá.

Sandra Zalasar contó ayer por tercera vez en su vida esta historia, que es el relato del secuestro y desaparición de su padre desde sus ojos de niña. Fue en el juicio por la megacausa Harguindeguy, durante la primera audiencia del capítulo por los crímenes de Concordia durante la última dictadura cívico-militar. Ella, como los otros familiares de las víctimas que declararon ante el Tribunal Oral Federal de Paraná, hizo un ruego a los represores y a todos aquellos que sepan algo, para que digan qué pasó con las víctimas del terrorismo de Estado. En el banquillo de los acusados, el teniente coronel retirado Naldo Miguel Dasso, permanecía inmutable. A 470 kilómetros de distancia, cómodamente instalado en la sede porteña del Consejo de la Magistratura, el exministro del Interior Albano Harguindeguy miraba la pantalla de la videconferencia con la misma inexpresividad. A 36 años de aquellos acontecimientos, siguen callando el destino de los desparecidos.

Sixto tenía 27 años, era gremialista y militaba en la Juventud Peronista. “El sábado van a hacer 36 años que se lo llevaron. Son 36 años de espera. Ruego que me ayuden a encontrar a mi papá, porque no se puede vivir en la incertidumbre. Me lo sacaron con vida y quiero que me lo devuelvan. No siente odio ni rencor, porque el dolor es tan grande que no deja espacio para otro sentimiento”, relató la hija mayor. Y agregó: “Mi mamá y mi abuela fueron a hablar con Dasso. Es el apellido que más escuché en mi vida. Más de una vez pensé en encontrarme con él, en ir a su casa, y decirle que no lo odio y que por favor me diga dónde está mi papá”.

Un domingo a la siesta Sandra, que ya tenía 16 años, quedó sola en la casa. Todos habían ido al hipódromo. Como hacía habitualmente, se paró en el portón de entrada mirando para avenida Las Heras, por donde su papá llegaba cuando regresaba del trabajo. Vio venir a un hombre de campera verde y anteojos oscuros, que le preguntó: “¿Vos sos Sandra?”. Cuando ella asíntió, el desconocido murmuró: “Entonces vos debés ser la hija mayor de Sixto”. Ese hombre le dijo que había estado con su padre en “un campo de concentración”, donde ambos habían sido torturados; que él había podido salir, pero Sixto había quedado ciego y estaba en un buque. Dijo eso y siguió su camino. Nunca se volvió a saber de él.

Elba Irene Consol, la esposa de Sixto Zalasar, recordó ayer que su suegra fue a la comisaría segunda y allí la enviaron a la cuarta, donde dijeron que debían acudir al Regimiento de la ciudad. Ahí fueron las dos mujeres y les dijeron que para hablar con Dasso debían pedir una audiencia. Varios meses después el jefe militar y jefe del Área de Defensa 225 los mandó a llamar. “Todas las madres dicen lo mismo, pero esto es una guerra y su hijo anda en cosas raras”, les dijo con la típica soberbia castrense, pero negó que él lo haya detenido. La búsqueda las llevó a recorrer dependencias policiales, militares y penitenciarias de la provincia y el país: fueron a Concepción del Uruguay, Gualeguaychú, Paraná, Coronda; siempre sin resultados. Inclusive llevaron el caso ante el juez de Instrucción de Concordia, Oscar Satalia Méndez, pero tampoco hubo novedades.

Graciela Zalasar, hermana de Sixto, en su declaración de ayer le pidió al imputado Dasso: “Que se ponga una mano en el corazón y nos diga si lo mataron y dónde están sus restos. Mientras no digan qué hicieron con los desaparecidos, nos siguen castigando”.

Indicios
Elba Consol aportó sobre la escena del secuestro que al hombre de sombrero negro le decían Morenito y trabajaba en “la Central” de Policía, en Investigaciones. Una versión indica que quien manejaba aquel 4L era un vecino de los Zalasar, que vivía en la misma cuadra, un policía llamado Miguel Castaño, quien está citado para comparecer hoy como testigo. Según esta hipótesis, Castaño condujo el auto hasta el puente Alvear, en el acceso sur a Concordia, donde habría sido traspasado a otro vehículo. Una hija de Castaño le contó esto a la hermana de Zalasar.

Otros testimonios que llegaron a la familia a lo largo de los años indican que estuvo detenido en una celda de la Jefatatura Departamental de Policía, ubicada frente a la plaza principal de la ciudad. Uno de esos testimonios provino de un cocinero de la dependecia, de apellido Hermosid. Graciela Zalasar dijo que Hermosid luego también fue torturado y que hoy lo ve en precarias condiciones de vida, durmiendo en las plazas de Concordia.

En una oportunidad, poco después de la desaparición, un abogado de apellido Palma le dijo a la familia que estaba en la Departamental y que le podían llevar comida. Al llegar, les negaron que estuviera allí. Además, según el relato de Graciela Zalasar, un veterinario de apellido Basso del Pont, para quien su marido hacía tareas de albañilería, se comunicó con el subjefe de la Departamental, de apellido Cabrera, quien le dijo que Sixto estaba en la misma dependencia a disposición de Dasso. El 4 L celeste en que se llevaron a Sixto, pocos días después del secuestro fue visto estacionado en la puerta de la comisaría 2ª, en Nogoyá y Urdinarrain.

En una oportunidad, durante los primeros años de democracia, se realizó la exhumación de tres cadáveres del cementerio de Concordia, dos hombres y una mujer. El entonces intendente de Concordia, Elbio Bordet, acompañó a los familiares de los desaparecidos. Los huesos fueron enviados a Buenos Aires para realizárseles estudios, les explicaron, pero nunca más se supo qué sucedió.

El miedo
Elba recibió amenazas anónimas que tendían a amedrentarla para que no continuara la búsqueda. Una vez le dejaron una nota que decía que iban a secuestrar a las niñas. La llevaron a la Policía Departamental, donde un oficial de apellido Martínez al que le decían “Conejo” les recibió el escrito sin darle ninguna importancia. En otra oportunidad alguien llamó al colegio San José, donde estudiaban las nenas, preguntando a qué hora entraban y salían las hijas de Zalasar. Las monjas del colegio llamaron a la familia para advertir de esta situación. Sandra recordó ayer que a la salida de la escuela las buscaba un tío –esposo de la hermana de Sixto– y ella imaginaba que era uno de los que se llevaron a su papá, que en cualquier momento se quitaría una máscara y las secuestraría también a ellas.

Graciela Zalasar relató que acompañó a Elba en todos sus partos, y recordó especialmente el nacimiento de su sobrino José, nueve días después del secuestro, en medio del terror de aquellos momentos: “Yo me escondía con la criatura abajo de la cama en el hospital Felipe Heras, porque pensaba que nos iban a robar al nene”.


El caso Solaga

Luciana Actis
De la Redacción de UNO

La primera testigo de ayer fue María Estela Solaga de Moreno, hermana del desaparecido Julio Solaga. La mujer relató las circunstancias en que fue detenido su hermano menor, la noche del 22 de noviembre de 1976, mientras conversaba con un vecino, frente a la casa de su madre, ubicada en calle Damián P. Garat, de la capital del citrus. Ese vecino era George Wilson (ya fallecido), quien le relató que tres hombres de entre 40 y 50 años, vestidos de civil, fueron los que detuvieron a Julio. “Se identificaron como agentes de la Policía Federal. Les pidieron que se identifiquen, cuando mi hermano dijo su nombre, dos de ellos se le pusieron a cada lado y lo agarraron de los brazos, el tercero lo agarró de atrás. Lo hicieron caminar hasta la esquina y lo subieron a un Renault 12 blanco sin patente”.

Al día siguiente ella y su madre fueron a radicar la denuncia en la Gendarmería. Desde esa fuerza “fueron hasta la casa de mi madre, a decir que todavía no tenían noticias de mi hermano, pero aprovecharon para hacer un allanamiento encubierto. Revisaron la casa y se llevaron una cajita de fósforos en la que él había anotado un número de teléfono, un cassette de música, y unos papeles que estaban sobre la mesa. A cargo de todo eso estaba el comandante Suárez. Después nos enteramos que nos estaban investigando a nosotros, preguntandoles a los vecinos sobre qué clase de familia éramos, cuáles eran nuestras ideas”.

María Estela señaló que su hermano estudiaba Bioquímica en la ciudad de Santa Fe, donde militaba en la JP, pero que por problemas económicos, tuvo que regresar a Concordia cinco años después, a comienzos de 1976. “Buscaba un trabajo, y mi cuñado, que trabajaba en una aseguradora, consiguió que lo tomaran como empleado. Tuvo una entrevista y después lo mandaron a hacerse unos estudios, eso fue los primeros días de noviembre del 76. Yo pensaba que había viajado a Paraná, pero hace poco, revisando papeles en casa de mi madre, encontré los análisis, y se había hecho en Rosario. Y empecé a sospechar que fue ahí que lo marcaron para detenerlo”.

María Estela dijo que el 24 de noviembre del '76 fueron recibidos por Dasso. “Nos recibió muy molesto, porque hicimos la denuncia ante la Gendarmería. Nos dijo que él era Jefe del Área, y que cualquier detención se producía bajo sus órdenes y su conocimiento. Que él se enteró por los diarios de que buscábamos a mi hermano, y que mi madre mentía al decir que se lo llevó gente de la Policía Federal. También dijo que era seguro que mi hermano estaba en alguna agrupación y que seguramente fueron sus propios compañeros lo que lo secuestraron. Mi mamá le creyó, pero yo sospechaba que no podía ser verdad”.

Según los datos aportados por la mujer, Solaga habría estado detenido primero en el Regimiento de Concordia, luego fue trasladado a Paraná, a Santa Fe, a Rosario y, finalmente, a La Plata, donde se perdió todo registro de él. De este último destino, María Estela tuvo conocimiento a través de un marino retirado, de apellido Maqueira, quien se desempeñaba como docente en la ENET Nº1 de Concordia, donde ella también trabajaba. “Pero no se cómo lo supo él”.



jueves, 17 de mayo de 2012

Expolicía sospechado admitió la detención de estudiantes


Jorge Rodríguez, a quien las víctimas identifican por una mancha en la cara, declaró como testigo en la causa Harguindeguy. Involucró a sus excamaradas en crímenes de lesa humanidad.

Alfredo Hoffman
De la Redacción de UNO

Un exagente de la Policía Federal, señalado como integrante de la patota que actuaba en Concepción del Uruguay durante los años de la dictadura, declaró ayer como testigo en la causa Harguindeguy y admitió en parte los crímenes por los cuales están siendo juzgados dos de sus excamaradas: Julio César Rodríguez y Francisco Crescenzo. El hombre, que tiene una mancha en la cara que lo caracteriza, cuenta con un pedido de investigación hecho por la querella que ahora está en manos de la Fiscalía de Concepción.

Jorge Alberto Rodríguez se presentó como testigo propuesto por la defensa, pero su testimonio era esperado ansiosamente por las otras partes desde que fue mencionado por las tres primeras víctimas de privaciones ilegales de la libertad y tormentos, que sufrieron siendo estudiantes secundarios en la Delegación Concepción de la Policía Federal Argentina en julio de 1976. Se trata de César Manuel Román Yáñez, Roque Edmundo Minatta y Juan Carlos Romero, y puntualmente Román lo señaló como uno de los que lo secuestró a pocos metros de su casa.

Rodríguez, conocido con el apodo de Parche y quien las víctimas identifican como El Manchado, aseguró que nunca vio presos encapuchados, pero contó que un día cuando llegó a la delegación para tomar su turno de guardia a las 6.30 de la mañana, notó movimientos que no eran normales y el jefe de Guardia, José María Haidar, le notificó que había presos y que debía cambiarse rápido y tomar posesión de su puesto. Escuchó también que había chicos encerrados en el casino de oficiales, que eran seis o siete y que no debía tener contacto con ellos, y otras dos personas en los calabozos.

El expolicía admitió que era algo anormal que los jóvenes estuvieran alojados en lo que llamaban Casino de Oficiales y señaló que no había causas conocidas de esas detenciones. Sin embargo, luego su versión varió y recordó que años después se comentó que los estudiantes “se reunían después de jugar al fútbol a charlar de política” y “tenían alguna ideología ajena al régimen de facto”. Dijo que los vio solo porque estaba la puerta entreabierta y que estaban sentados. Relató que hizo dos turnos de 24 horas, con sus correspondientes descansos de 48, y cuando ingresó al tercero los jóvenes ya no estaban. A los de los calabozos dijo que nunca los vio, pero escuchó sobre ellos.

Por otro lado describió la zona de las celdas y la planta alta, donde reconoció que había un dormitorio con camas de hierro. Ese lugar está señalado como sala de torturas con picana eléctrica, la que se aplicaba sobre personas desnudas acostadas sobre elásticos de camas de metal. En ese piso de arriba también funcionaba la oficina técnica, reducto donde dijo que trabajaba el imputado Julio César Rodríguez y donde el prófugo José Darío Mazzaferri entraba sin obstáculos, a pesar de que tenía en la puerta un cartel de “área restringida”.

Este testigo, como muchos otros antes, comprometió al Rodríguez que es juzgado y a Mazzaferri, al indicar que suponía que las detenciones de los jóvenes las había realizado el personal de la Oficina Técnica. De Mazzaferri dijo concretamente que realizaba tareas de investigaciones y “estaba a cargo de los procedimientos”. Luego dijo directamente que a los jóvenes los detuvo ese dúo.

Las sospechas 
El testigo Jorge Rodríguez llegó a la audiencia provisto de papeles para entregar al tribunal, que según él, prueban que un Fiat 125 que era propiedad de su padre fue adquirido en 1980, cuatro años después de los hechos investigados. “Acá dijeron que yo salía a detener personas en un 125”, dijo cuando el abogado Álvaro Piérola le preguntó cuál era su intención. El querellante César Román ubicó ese auto en la escena de su secuestro en julio de 1976 y lo mencionó a él como uno de los que lo detuvo en la esquina de su casa, junto a un morocho de bigotes al que llamaban El Cordobés; mientras el domicilio era allanado ilegalmente por un grupo que comandaban los imputados Crescenzo y Julio César Rodríguez. El testigo Jorge Rodríguez aseguró que no conoce a Román. Por otra parte, confirmó que trabaja en la concesionaria de autos León Banchik SA.

Los abogados querellantes solicitaron durante la audiencia del 18 de abril que se enviaran copias de las declaraciones de las víctimas que involucran a Rodríguez a la Fiscalía Federal de Concepción para que proceda en consecuencia. El Tribunal federal hizo lugar al planteo .

Otros testimonios
Ayer también declaró Orlando Humberto Sastre, exsuboficial de la Policía Federal de Concepción del Uruguay, quien reconoció haber visto personas detenidas en el Casino de Oficiales, pero no aportó mayores detalles, escudándose en sus problemas de memoria. No obstante, admitió que allí se realizaban tareas de intervención en conflictos gremiales para evitar medidas de fuerza y pedidos de captura de personas. En esas tareas ubicó a Julio César Rodríguez.



En primer término había declarado Fernando Brescacín, un vecino de la Policía Federal, quien aseguró no haber visto ingresar a detenidos, ni haber escuchado gritos, ni notado nada irregular en la época de los hechos. Todos los testigos de la jornada fueron propuestos por la defensa.

Hoy al mediodia se realizará una inspección ocular en la sede de la Policía Federal de La Histórica y con esto se dará por concluída la etapa del juicio correspondiente a Concepción del Uruguay. En tanto miércoles próximo, el juicio se reanudará con el inicio de los testimonios de la causa por los crímenes de lesa humanidad cometidos en Concordia.

viernes, 11 de mayo de 2012

Crescenzo, del sinsentido a la admisión de los crímenes


El represor reconoció la detención de estudiantes secundarios en la Policía Federal de La Histórica. Un exconscripto contó que observó el traslado de presos encadenados al piso de un avión. 

Alfredo Hoffman 
De la Redacción de UNO 

Francisco Crescenzo, exoficial de la Policía Federal Argentina y uno de los imputados en el juicio por la causa Harguindeguy, pidió ayer ampliar su declaración indagatoria. Lo hizo con el pretexto de “limpiar su buen nombre y honor” ante las acusaciones que pesan en su contra, pero entre digresiones y la narración de anécdotas que nada tenían que ver con los hechos investigados, terminó reconociendo la detención ilegal de estudiantes secundarios en julio de 1976, alojados en la Delegación Concepción del Uruguay de la institución que integraba. En el juicio por delitos de lesa humanidad cometidos en la costa del Uruguay también se escuchó el relato de un exconscripto que participó de procedimientos ilegales en Gualeguaychú y un testigo del secuestro de Hugo Angerosa en la misma ciudad.

Ante el Tribunal Oral Federal 2 de Paraná, Crescenzo solicitó la palabra porque se sintió molesto con la declaración testimonial de Roque Minatta, uno de aquellos miembros de la Unión de Estudiantes Secundarios, quien lo había señalado como autor de “torturas psicológicas”. Además el querellante César Román lo acusó de integrar el grupo de tareas que lo secuestró de su casa y de ser el encargado de interrogar a las víctimas. En la Policía le preguntó a Román: “¿Así que vos sos el existencialista?”, porque entre los libros que le habían incautado estaba La náusea, de Jean Paul Sartre.

El acusado dijo que las palabras de Minatta le produjeron “una desazón tan grande” y “un pinchazo en el alma”. En su defensa señaló que no tuvo “nada que ver” y que su tarea, a pesar de ser el tercero en el orden de jerarquía en la delegación, se limitaba a “leer y firmar papeles”. Asimismo expresó: “Yo no sé nada de torturas, lo mío era la expresión cultural”.

Como en otras oportunidades durante el juicio, Crescenzo pretendió hablar de su fascinación por el dibujo, la escultura y el estudio de las ciencias humanísticas. Ayer intentó, además, montar una puesta en escena en la que se mostró emocionado y por momentos sollozando, y siempre yéndose en disgresiones y anécdotas que nada tenían que ver con los hechos, como cuando dijo que en aquella época usaba peluca. Sin embargo, al ser interrogado por la Fiscalía y los abogados querellantes, reconoció que vio “a los chicos”, en referencia a los estudiantes secundarios, que eran “cinco o seis” y estuvieron “menos de una semana”. Añadió que le “dijeron” que “estaban demorados por averiguación de antecedentes”, aunque adujo no recordar quién se lo dijo. Comentó que estaban en el casino de oficiales pero “jamás de los jamases” intervino en esa situación.

Cuando le preguntaron por orden de quién se los “demoró”, contestó que no sabía, pero imaginaba que “venían órdenes de la superioridad” y del “coronel que estaba a cargo”, en referencia al jefe del Batallón de Ingenieros de Combate 121 con asiento en Concepción del Uruguay, teniente coronel Raúl Federico Schirmer. En su relato intentó responsabilizar al subjefe, Alfonso Cevallos, y defender al jefe Jorge Vera, ambos fallecidos; al tiempo que confirmó la coordinación de fuerzas armadas y de seguridad al admitir que Schirmer se reunía habitualmente con Cevallos durante media hora a una hora.

Como su excamarada Julio César Rodríguez, simuló asombrarse cuando le preguntaron por el uso de la picana eléctrica. “Nunca vi una picana”, dijo, al tiempo que señaló que no creía que se hubiera usado en la Delegación y aseguró: “Yo nunca escuché un grito”. En otro pasaje intentó desacreditar a una de las víctimas que contó cómo fue picaneado en la lengua por una persona. “Es imposible. Si a mí me intentaran hacer lo mismo necesitarían 10 hombres para lograrlo”. La estrategia se le volvió en contra cuando el querellante Guillermo Mulet le pidió que explicara cómo sabía “la técnica para picanear a una persona”. Respondió que no conocía ninguna técnica y retornó al camino de las digresiones.

Crescenzo también buscó despegarse de Rodríguez y del prófugo Darío Mazzaferri, quienes eran los principales torturadores. Dijo que no tenía contacto con ellos y aportó que se desempeñaban en la oficina técnica de la planta alta, lugar señalado por las víctimas como sala de torturas.

“Yo no presencié en forma directa ningún ajusticiamiento”, dijo este expolicía de 85 años. “Si alguien se mandó alguna macana fue por orden superior”, añadió. En medio de su divagación, fue suficientemente hábil como para negar haber leído algún filósofo existencialista –“yo leía a Cicerón y Aristóteles”, dijo– para no convalidar la declaración de Román, y para mencionar que las camas que había en la delegación eran “de madera”, y así no avalar el relato de víctimas y testigos sobre las sesiones de torturas en elásticos metálicos convertidos en “parrillas”.

Testigo directo
La declaración testimonial de Oscar Aníbal Iriarte aportó datos precisos sobre la represión ilegal en Gualeguaychú. Él hacía el servicio militar obligatorio en 1976 y pudo tomar contacto por accidente con Jorge Felguer, uno de los detenidos alojados en el Escuadrón del Ejército de la localidad, y avisar a la familia de que se encontraba allí. Entre los soldados se comentaba que había presos civiles en las habitaciones donde dormían los suboficiales –cosa que confirmó al ver a Felguer– y que eran sacados de noche y llevados a un lugar donde antiguamente funcionaba una granja, dentro del mismo predio castrense, para ser torturados.

También precisó que participó de operativos enmarcados en la alegada “lucha contra la subversión” a cargo de quien era su jefe inmediato, el imputado Santiago Carlos Héctor Kelly del Moral. Además de participar de un allanamiento en un campo en busca de “terroristas” que nunca encontraron y de constantes “controles de ruta”, le tocó presenciar un traslado de detenidos que al evocarlo ayer no pudo evitar quebrarse emocionalmente. Iriarte relató que una mañana lo llevaron al aeroclub de Gualeguaychú y le ordenaron apostarse a 20 metros de la cola de un avión Hércules que estaba en la pista. Mientras estaba allí escuchó a dos penitenciarios federales que comentaban las “brutalidades” que ejercían sobre los presos políticos. Luego vio llegar un colectivo, que podría ser el del Escuadrón, del que bajaron entre 20 y 30 personas. “Los bajaron a trompadas y patadas. Esos pobres presos no tocaban el suelo. Ni a los animales se los trata así. Los subieron al avión y los encadenaron al piso, en medio de lamentos y gritos de dolor”, expresó. Allí se comentaba que eran presos que trasladaban a Coronda. Él realizó esa custodia junto a otros cinco o seis soldados y su jefe Kelly del Moral.

El exconscripto mencionó al imputado Juan Miguel Valentino, jefe del Escuadrón, como uno de los responsables. También al subjefe Gustavo Martínez Zuviría, a quien calificó de “un tipo muy despreciable y sádico”. Para ilustrar esos calificativos relató: “Un soldado tuvo un accidente en una rodilla y Martínez Zuviría le gritaba que era un invento para salvarse de la conscripción y lo agarró a patadas en la rodilla. Por eso lamento que hoy esté muerto”.

Recuerdos de un sobreviviente
Luis Ricardo Pico Silva brindó ayer una emotiva testimonial durante la cual confirmó que compartió cautiverio en el centro clandestino de detención de Comunicaciones del Ejército, en Paraná, con una víctima de la causa Harguindeguy: Carlos Martínez Paiva. Silva dijo que lo vio “destrozado” por las torturas que había recibido en la Policía Federal de Concepción del Uruguay y “cadavérico”. También vio allí a Victorio Coco Erbetta: como declaró en la causa Área Paraná, dijo que una noche lo llevaron a hablar con monseñor Adolfo Tortolo, quien le dio cigarrillos que Erbetta al regresar compartió con los secuestrados. Más tarde, de madrugada, por los agujeros del calabozo vio pasar un cadáver tapado con una sábana ensangrentada. Enseguida imaginó que era el cuerpo de Coco, que nunca más apareció.

Silva fue detenido en el club La Vencedora de Gualeguaychú, la noche del 12 de agosto de 1976, por parte de dos policías de la ciudad. Lo llevaron a la Jefatura Departamental de Policía y al día siguiente lo trasladaron a Paraná. Previo paso por la Dirección de Investigaciones que funcionaba en calle Buenos Aires frente a la plaza Alvear, lo dejaron en Comunicaciones. Los policías gualeguaychuenses que lo llevaron se ligaron una fuerte reprimenda de parte del militar que los recibió, porque lo habían llevado sin capucha y sin esposas. A Silva lo “azotó contra la pared” y le gatilló el arma en la cabeza. Durante su declaración, dio cuenta del “infierno” que vivió en ese CCD hasta que fue trasladado la cárcel de Paraná. Desde la unidad penal también lo sacaban encapuchado para torturarlo. Luego recorrió otras cárceles del país hasta que fue liberado días antes de la guerra de Malvinas.

También recordó a los desaparecidos de Gualeguaychú con quienes compartía la militancia de aquellos años, en el peronismo y en Acción Católica. Así mencionó a Norma Noni González, Oscar Alfredo Ruso Dezorzi, Blanca Angerosa y Enrique Guastavino.

jueves, 10 de mayo de 2012

Exmilitares admitieron que hubo procedimientos ilegales


Testigos que declararon en la causa Harguindeguy confirmaron la presencia de detenidos civiles en el Regimiento de Gualeguaychú y los allanamientos sin órdenes judiciales durante la dictadura.

Alfredo Hoffman 
De la Redacción de UNO

Dos exmilitares y un exconscripto se sumaron ayer a los testigos que confirman la existencia de personas privadas ilegalmente de su libertad en el Escuadrón de Exploración de Caballería Blindada II de Gualeguaychú durante la última dictadura cívico-militar. Los dos primeros supieron de esa situación por haber estado en contacto con los presos políticos, y el exsoldado la conoció más que nada por comentarios. En los relatos no quedaron dudas de que el jefe de la unidad militar, Juan Miguel Valentino, era quien daba las órdenes con respecto a los detenidos; a la vez que se pudieron escuchar descripciones de algunos operativos realizados con la finalidad alegada de la lucha contra la subversión –eufemismo del terrorismo de Estado– como allanamientos y detenciones sin órdenes judiciales.

El juicio por la causa Harguindeguy, que se desarrolla ante el Tribunal Oral Federal de Paraná, atraviesa por la última etapa de testimonios correspondientes a los crímenes de lesa humanidad cometidos en Concepción del Uruguay, aunque en estos días se tratan hechos que también están relacionados con Gualeguaychú, puesto que allí fueron trasladados desde la Policía Federal de Concepción Hugo Angerosa y Jorge Felguer, víctimas de secuestro y torturas.

Jorge Alberto Toledo, quien en 1976 era sargento ayudante y se desempeñaba como encargado del parque de automotores, relató que en una oportunidad Valentino le dio la orden de ir a esperar a la ruta a un auto que iba desde Paraná con dos personas. Fue en un camión Unimog, cerca de las 2, y vio llegar a un Ford Falcon. Se bajaron cuatro hombres de civil y sacaron a dos del baúl. Los subieron al Unimog y Toledo los llevó hasta el Escuadrón sin pasar por la guardia. Según este relato, los de civil, que a él le parecieron policías, introdujeron a los detenidos en la habitaciones para suboficiales, los encerraron y le entregaron las llaves para que los custodiara. El testigo reconoció a Angerosa, a quien ya conocía, y dijo que el otro era un muchacho que estaba haciendo la conscripción en Villaguay, es decir Felguer.

Toledo aseguró que no pudo verles las caras a los cuatro que venían en el Falcon, a pesar de que dijo que le entregaron las llaves. Se supone que no iban desde Paraná, sino desde Concepción y que podrían ser hombres de la Policía Federal de esa ciudad. Ese suboficial estaba de “servicio de semana” y al día siguiente le dio la comida a Angerosa y luego le recibió un mensaje escrito que le llevó a la familia. Cuando le volvió a tocar estar “de semana” los detenidos ya no estaban.

Amadero Suparo, otro exsuboficial, dijo haber cuidado a detenidos civiles que, según recordó luego de que le leyeran lo que dijo en la instrucción, eran cuatro: Angerosa, Emilio y Jaime Martínez Garbino y uno de los hermanos Ingold. Recordó que a Angerosa lo trajeron en un Unimog, cuando ya estaban alojados los otros, y tenía marcas en las muñecas propias de las esposas. Por eso la primera vez que le llevó comida le tuvo que cortar la carne, porque “no tenía fuerzas” para hacerlo por su cuenta. No vio, llamativamente, ni la venda que tenía en los ojos ni las heridas que se produjeron cuando se la intentó sacar otro guardia, Roberto Jesús Balla.

Mariano Raúl Rossi, un exconscripto, dijo que escuchó por comentarios que allí había detenidos civiles alojados “en los dormitorios del personal de semana”. Mencionó que eran “tres o cuatro personas”. Cuando le señalaron que la instrucción dijo que había visto a 10 personas en esa situación, dijo que lo recordaba “muy vagamente”.

Luego Rossi relató un episodio sucedido una noche: sacaron a todo el personal y los llevaron “detrás de la cuadra”. Allí los hicieron “sentar en ronda” y aplaudir para que no escucharan ni vieran la llegada de un grupo de colectivos, en la oscuridad. Luego hubo rumores de que se trataba de un traslado de presos políticos.

Todos los testigos que declararon ayer recordaron que en una zona alejada, pero dentro del regimiento, funcionaba una granja. Solo Rossi dijo que escuchó comentarios de que ese lugar era utilizado para “interrogatorios” de los detenidos.

Autoridad
Todos también dieron cuenta del constante ingreso a la unidad militar de personal de otras fuerzas de seguridad, sobre todo de la Policía de Entre Ríos, que se dirigían a conversar con las autoridades del Ejército. El testigo Toledo especificó que Valentino, además de ser jefe del Escuadrón, era “jefe de área”, es decir que tenía autoridad sobre las otras dependencias castrenses de la región y sobre la Policía, Gendarmería y Prefectura. Suparo sostuvo que las órdenes respecto de los detenidos las daba el mayor Valentino, el segundo jefe Gustavo Martínez Zuviría o un suboficial mayor de apellido Gallardo.

Amadeo Suparo también relató que vio personalmente a miembros de otras fuerzas que iban a reunirse con los jefes militares. Puntualmente nombró al jefe de la Departamental Gualeguaychú de la Policía de Entre Ríos, Marcelo Pérez, quien es “primo hermano” suyo. Pérez también está imputado en la causa Valentino.

Allanamientos en primera persona
Los exmilitares Toledo y Suparo manifestaron que participaron de allanamientos de domicilios realizados en el marco de la represión ilegal. Toledo fue el que tuvo más protagonismo, según relató. Dijo que realizó una “requisa” en Urdinarrain, en la casa de un hombre de apellido Bustos Fierro, donde tenía la orden de buscar municiones y “panfletos y banderines” identificados con simbología de izquierda, pero no encontraron nada. El jefe del operativo, que se realizó sin orden judicial, era Santiago Kelly del Moral, imputado en la causa Valentino, acumulada a la causa Harguindeguy.

A Bustos Fierro lo subieron a un patrullero, a la esposa a otro y Toledo subió a otro. “A mí me dan un bebé, que lloraba mucho, y vamos a la Jefatura de Policía de Gualeguaychú. Cuando llegamos le pido una mamadera a una mujer que había ahí y le di leche al bebé. Se ve que tenía hambre porque se calló”. En la Policía estaba la esposa de Bustos Fierro, quien le pidió al niño. Dijo que se lo dio y no supo nada más.
Estos procedimientos se suman a otros relatados por los testigos de ayer. El exconscripto Rossi dijo que estaban a cargo de los jefes de secciones o “fuerzas de choque”, que eran Kelly del Moral, Eduardo Luis Federico Anschutz y otro oficial de apellido Cheretti. En su mayoría –dijeron los tres– eran controles de ruta que se hacían casi a diario para identificar personas y se enmarcaban en la alegada “lucha contra la subversión”, sobre la cual Valentino arengaba en forma permanente al dar el saludo a la tropa.

Desaparición de Dezorzi
Jorge Toledo declaró ayer que fue testigo de los momentos posteriores al secuestro de Oscar Alfredo Dezorzi, que se perpetró la madrugada el 10 de agosto de 1976 en la casa de los padres de la víctima, en Gualeguaychú. Toledo contó: “Yo salía de la guardia, entre las 7 y las 8 de la mañana, y apareció una señora con un nenito y dijo que su marido era Dezorzi y lo habían sacado de la casa de noche”. Él le contestó que no sabía nada, que tenía que hablar con Valentino, que justo en ese momento ingresaba al Escuadrón en la camioneta F-100 que tenía a su disposición, a la que llamaban La Guerrillera. Expresó que la mujer habló con el jefe militar, pero que desconoce lo que conversaron.

jueves, 19 de abril de 2012

Tres relatos del mismo horror

Crescenzo fue señalado como el interrogador de la Federal.
(Foto: UNO/Juan Ignacio Pereira)
Los primeros testimonios en el juicio al represor Albano Harguindeguy.

Alfredo Hoffman 
De la Redacción de UNO 


Tres exmilitantes de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) de Concepción del Uruguay, que fueron víctimas de secuestros y salvajes torturas durante las vacaciones de julio de 1976, aportaron ayer el relato de las atrocidades de las que fueron víctimas a manos de la patota de la Policía Federal local. Sus testimonios abundaron en coincidencias sobre la metodología aplicada por los represores para que escarmentaran por haber osado manifestarse en contra de la dictadura: allanaron sus casas llevándose libros y pósters y rompiendo pertenencias, los mantuvieron cautivos en condiciones inhumanas en la dependencia policial, los sometieron a tormentos que les dejaron secuelas físicas y psicológicas y los liberaron luego de varios días, tras aleccionarlos a ellos y sus padres sobre la prohibición de desempeñar actividades políticas.

El grupo de tareas que integraban los acusados Francisco Crescenzo y Julio César Moscardón Verde Rodríguez, el prófugo José Darío Mazzaferri y otros no imputados en la causa, interrogaban en todo momento por el mimeógrafo con el que los estudiantes imprimían volantes denunciando a la dictadura, que repartían en los boliches bailables de la ciudad. Esto hizo que aquellos sucesos sean ahora recordados como la Noche del Mimeógrafo.

César Manuel Román Yáñez, Roque Edmundo Minatta y Juan Carlos Romero fueron, en ese orden, los que abrieron la etapa de testimoniales en el juicio por delitos de lesa humanidad que tiene como principal acusado al exministro del Interior de la dictadura, Albano Harguindeguy. Los tres fueron aplaudidos por el público, que esta vez colmó la sala de 25 de Mayo 256 de Paraná. Los tres observaron y reconocieron personalmente a Crescenzo (también en una foto de la época) y a Rodríguez. Los tres, además, aportaron datos importantes para que se investigue a otro represor responsable de esos crímenes, que actualmente vive y trabaja en Concepción del Uruguay.

El horror
César Román, hoy con 53 años, profesor de Historia, fue quien radicó la denuncia en febrero de 2006, luego de la caída de las leyes de impunidad, que posibilitó la investigación. Ubicó el inicio de su relato en los primeros meses de 1974, cuando siendo un adolescente experimentó su “despertar político” y comenzó a vincularse con los centros de estudiantes. En 1975, con 16 años, lo expulsaron del Colegio Justo José de Urquiza luego de un permanente hostigamiento por actividades. En 1976 ingresó al turno tarde de la escuela Normal y allí se encontró con Minatta, presidente del Centro de Estudiantes. Cuando se perpetró el golpe de Estado, se eliminaron todas las conquistas: el medio boleto estudiantil, talleres literarios, el cineclub. Ante esto, decidieron expresarse a través de los volantes que imprimían con el famoso mimeógrafo. Pero la protesta duró hasta las vacaciones de invierno, cuando comenzó lo que él llamó “el horror”.

A Román lo secuestraron la noche del lunes 19 de julio a una cuadra de su casa materna, ubicada en 8 de Junio 216. Dos hombres de civil que se identificaron como de la Policía Federal lo tomaron de los brazos y del pelo, lo introdujeron en un Dodge 1.500 negro y lo encañonaron con un arma al grito de: “Quedate quieto, pendejo de mierda”. Los secuestradores se sentaron uno a cada lado; eran un morocho de bigotes al que llamaban El Cordobés y otro que se caracterizaba por una mancha en el rostro. Mientras tanto, la casa era allanada ilegalmente por un grupo que comandaban Crescenzo y Rodríguez, alias El Moscardón Verde, que se llevaron libros y los pósters del Che Guevara y Jimi Hendrix. A Rodríguez lo conocía porque vivía cerca de su casa y había concurrido a la escuela con sus hijos. El pseudónimo era vox pópuli en el pueblo.

Rodríguez y Crescenzo subieron a un Falcon verde. Detrás iba un Fiat 125 celeste. Los tres vehículos marcharon hacia la Policía Federal y en el trayecto abundaron los golpes, insultos y amenazas. Al llegar a destino lo ubicaron en el Casino de Oficiales y poco después, en una habitación contigua, fue víctima de una cruel golpiza. El Moscardón le propinó una patada en los testículos, que años después derivó en una intervención en la cual le extirparon uno. En el Casino de Oficiales, junto a otros estudiantes que iban llegando, permanecían sentados mirando a la pared; comían muy poco de lo que llevaban los familiares, no podían bañarse ni dormir. Si se dormían le pegaban con las manos abiertas en los oídos, forma de tortura que se conoce como “el teléfono”. Todas las tardes, luego de que terminaba la actividad habitual de la delegación policial, llegaba la patota y comenzaban las sesiones de tortura. Nunca fueron asistidos por médico alguno.

En una oportunidad estaba siendo interrogado por quien se hacía llamar “el inspector Crescenzo”, quien siempre vestía de traje, era bien hablado y parecía culto. “¿Así que vos sos el existencialista?”, ironizó. Entre los libros que le habían secuestrado estaba La náusea, de Jean Paul Sartre. Como no decía nada sobre el renombrado mimeógrafo, Mazzaferri se puso de pie, le colocó el arma en la cabeza y la hizo martillar en repetidas ocasiones. Todos los represores presentes en la habitación se rieron a carcajadas. Después le rompieron los pósters de Guevara y Hendrix, pensando que este era un referente de izquierda e ignorando que se trataba de un músico. “Todo se orientaba a destruir mi identidad más que a sacarme información”, recordó ayer la víctima.

Lo más terrible fue cuando lo llevaron hasta una dependencia en el piso superior a presenciar la tortura con picana eléctrica de que era víctima un compañero. Cuando lo vio atado al elástico de una cama, pálido y mojado, pensó que estaba muerto. Pero cuando le pasaron la picana se arqueó y dio un alarido que hizo que Román se descompusiera y comenzara a vomitar. “Soñé muchas veces con eso”, dijo ante el tribunal.

Días después Crescenzo le hizo firmar una declaración que no pudo leer. Sólo alcanzó a observar la frase “delincuente subversivo”. Finalmente, los llevaron a los estudiantes a una reunión en la oficina del jefe de la Delegación, Jorge Vera, que encabezó el entonces, jefe del Batallón de Ingenieros de Combate 121 con asiento en Concepción del Uruguay, teniente coronel Raúl Federico Schirmer. Allí estaban también el intendente de facto Gerardo Genuario, autoridades de otras fuerzas de seguridad y los padres de cada uno de los estudiantes secuestrados. Luego de que Schirmer (hoy fallecido) les hiciera un sermón sobre la subversión, todos fueron quedando en una suerte de libertad vigilada.

Una vez afuera, por consejo del subjefe de la Policía Federal Alfonso Cevallos (fallecido) dejó la ciudad. Durante unos años fue casi “un fantasma”, todo el tiempo preocupado por que no lo encontraran. De todos modos, cada vez que regresaba por algún acontecimiento familiar solía encontrarse con sus torturadores. Una vez vio a Rodríguez, quien desde su Falcon le apuntó con el dedo haciendo como que disparaba un arma. Cuando Argentina ganó el Mundial 78, en la Plaza Ramírez, vio al Dodge 1500 con Mazzaferri y otros de los represores en su interior, festejando. En ese momento interrumpió la celebración por la victoria deportiva y se volvió a su casa.

El mismo sufrimiento
Minatta y Romero, que también se desempeñaban en los centros de estudiantes, relataron los sufrimientos de que fueron víctimas en aquellas vacaciones de invierno, con los mismos detalles contados por Román y también reconociendo a los imputados. Minatta, quien fue hasta diciembre subsecretario de Derechos Humanos de Entre Ríos, estaba de vacaciones en Trelew cuando el grupo de tareas irrumpió violentamente en su casa en busca del mimeógrafo. Como no lo encontraron, amenazaron a su padre: le dijeron que sería “boleta” si él no aparecía. Fue entonces cuando regresó del sur en avión, con 18 años, vestido de traje y peinado a la gomina, para despistar. Cuando llegó a Concepción su papá lo esperaba junto al subcomisario Ceballos, que era vecino del barrio, que lo llevó a la Policía Federal. Allí comenzaron los tormentos físicos, a cargo de Mazzaferri, el Moscardón Verde Rodríguez y El Cordobés. Las torturas psicológicas estaban a cargo de Crescenzo, quien le hacía saber que conocía los movimientos de sus familiares, incluso que tenía una sobrina de 1 año. Lo más terrible fue un simulacro de fusilamiento que presenció en el patio de la delegación, del que fueron víctimas tres compañeros que no podían mantenerse en pie por la tortura.

Los familiares de Minatta presentaron un hábeas corpus ante el juez federal Héctor Neyra, quien se negó a recibirlo. Neyra fue luego juez de la democracia. Finalmente fue liberado por orden del teniente coronel Schirmer. Meses después, en noviembre de 1976, volvió a ver a Crescenzo: el interrogador se presentó en el acto de colación de 5° año de la Escuela Normal y fotografió a todos los egresados. También siguió viendo al Moscardón y a otros miembros de la patota. A Mazzaferri lo veía en los boliches, dijo que hacía sacar chicas para violarlas.

Romero, quien hacía el Secundario en el nocturno del Colegio Urquiza, tenía 19 años y fue sacado de su casa de madrugada, con los mismos métodos violentos ejecutados por Rodríguez y Mazzaferri. Antes de ingresar a la delegación la patota secuestró también a otro dirigente, Carlos El Negro Zenit. También debió atravesar la experiencia de torturas y maltratos físicos y psicológicos a manos de los mismos represores, y siempre interrogado por el artefacto para imprimir volantes. Dos semanas después de liberado fue nuevamente secuestrado por Mazzaferri y golpeado, para luego ser arrojado a la ruta 39. Entonces se vio obligado a dejar la ciudad.

“Desde que salí hasta la fecha, tengo miedo”, mencionó Romero. “No puedo dormir, porque tengo miedo. Mazzaferri, el más importante, está prófugo. Sentí miedo para venir a declarar, pero lo hago sobre todo por mis compañeros que ya fallecieron: El Negro Zenit, Darío Morend, Carlos Valente y Hugo Maffei”, finalizó.

El caso de El Manchado
Los tres testigos que declararon ayer mencionaron a un integrante de la patota de Concepción que no está entre los imputados, que tenía una importante mancha en la cara y al que llamaban El Manchado. No conocen su nombre, pero todavía se lo suele ver en la ciudad, trabaja en la concesionaria de autos León Banchik SA, situada en 9 de Julio 1616, y entrega cédulas de la Policía Federal. Román lo vio en la delegación de la institución cuando, años atrás, se realizó una inspección judicial. Los abogados querellantes solicitaron que se envíen copias de las declaraciones a la Fiscalía federal para que proceda en consecuencia. El Tribunal federal hizo lugar.