viernes, 11 de mayo de 2012

Crescenzo, del sinsentido a la admisión de los crímenes


El represor reconoció la detención de estudiantes secundarios en la Policía Federal de La Histórica. Un exconscripto contó que observó el traslado de presos encadenados al piso de un avión. 

Alfredo Hoffman 
De la Redacción de UNO 

Francisco Crescenzo, exoficial de la Policía Federal Argentina y uno de los imputados en el juicio por la causa Harguindeguy, pidió ayer ampliar su declaración indagatoria. Lo hizo con el pretexto de “limpiar su buen nombre y honor” ante las acusaciones que pesan en su contra, pero entre digresiones y la narración de anécdotas que nada tenían que ver con los hechos investigados, terminó reconociendo la detención ilegal de estudiantes secundarios en julio de 1976, alojados en la Delegación Concepción del Uruguay de la institución que integraba. En el juicio por delitos de lesa humanidad cometidos en la costa del Uruguay también se escuchó el relato de un exconscripto que participó de procedimientos ilegales en Gualeguaychú y un testigo del secuestro de Hugo Angerosa en la misma ciudad.

Ante el Tribunal Oral Federal 2 de Paraná, Crescenzo solicitó la palabra porque se sintió molesto con la declaración testimonial de Roque Minatta, uno de aquellos miembros de la Unión de Estudiantes Secundarios, quien lo había señalado como autor de “torturas psicológicas”. Además el querellante César Román lo acusó de integrar el grupo de tareas que lo secuestró de su casa y de ser el encargado de interrogar a las víctimas. En la Policía le preguntó a Román: “¿Así que vos sos el existencialista?”, porque entre los libros que le habían incautado estaba La náusea, de Jean Paul Sartre.

El acusado dijo que las palabras de Minatta le produjeron “una desazón tan grande” y “un pinchazo en el alma”. En su defensa señaló que no tuvo “nada que ver” y que su tarea, a pesar de ser el tercero en el orden de jerarquía en la delegación, se limitaba a “leer y firmar papeles”. Asimismo expresó: “Yo no sé nada de torturas, lo mío era la expresión cultural”.

Como en otras oportunidades durante el juicio, Crescenzo pretendió hablar de su fascinación por el dibujo, la escultura y el estudio de las ciencias humanísticas. Ayer intentó, además, montar una puesta en escena en la que se mostró emocionado y por momentos sollozando, y siempre yéndose en disgresiones y anécdotas que nada tenían que ver con los hechos, como cuando dijo que en aquella época usaba peluca. Sin embargo, al ser interrogado por la Fiscalía y los abogados querellantes, reconoció que vio “a los chicos”, en referencia a los estudiantes secundarios, que eran “cinco o seis” y estuvieron “menos de una semana”. Añadió que le “dijeron” que “estaban demorados por averiguación de antecedentes”, aunque adujo no recordar quién se lo dijo. Comentó que estaban en el casino de oficiales pero “jamás de los jamases” intervino en esa situación.

Cuando le preguntaron por orden de quién se los “demoró”, contestó que no sabía, pero imaginaba que “venían órdenes de la superioridad” y del “coronel que estaba a cargo”, en referencia al jefe del Batallón de Ingenieros de Combate 121 con asiento en Concepción del Uruguay, teniente coronel Raúl Federico Schirmer. En su relato intentó responsabilizar al subjefe, Alfonso Cevallos, y defender al jefe Jorge Vera, ambos fallecidos; al tiempo que confirmó la coordinación de fuerzas armadas y de seguridad al admitir que Schirmer se reunía habitualmente con Cevallos durante media hora a una hora.

Como su excamarada Julio César Rodríguez, simuló asombrarse cuando le preguntaron por el uso de la picana eléctrica. “Nunca vi una picana”, dijo, al tiempo que señaló que no creía que se hubiera usado en la Delegación y aseguró: “Yo nunca escuché un grito”. En otro pasaje intentó desacreditar a una de las víctimas que contó cómo fue picaneado en la lengua por una persona. “Es imposible. Si a mí me intentaran hacer lo mismo necesitarían 10 hombres para lograrlo”. La estrategia se le volvió en contra cuando el querellante Guillermo Mulet le pidió que explicara cómo sabía “la técnica para picanear a una persona”. Respondió que no conocía ninguna técnica y retornó al camino de las digresiones.

Crescenzo también buscó despegarse de Rodríguez y del prófugo Darío Mazzaferri, quienes eran los principales torturadores. Dijo que no tenía contacto con ellos y aportó que se desempeñaban en la oficina técnica de la planta alta, lugar señalado por las víctimas como sala de torturas.

“Yo no presencié en forma directa ningún ajusticiamiento”, dijo este expolicía de 85 años. “Si alguien se mandó alguna macana fue por orden superior”, añadió. En medio de su divagación, fue suficientemente hábil como para negar haber leído algún filósofo existencialista –“yo leía a Cicerón y Aristóteles”, dijo– para no convalidar la declaración de Román, y para mencionar que las camas que había en la delegación eran “de madera”, y así no avalar el relato de víctimas y testigos sobre las sesiones de torturas en elásticos metálicos convertidos en “parrillas”.

Testigo directo
La declaración testimonial de Oscar Aníbal Iriarte aportó datos precisos sobre la represión ilegal en Gualeguaychú. Él hacía el servicio militar obligatorio en 1976 y pudo tomar contacto por accidente con Jorge Felguer, uno de los detenidos alojados en el Escuadrón del Ejército de la localidad, y avisar a la familia de que se encontraba allí. Entre los soldados se comentaba que había presos civiles en las habitaciones donde dormían los suboficiales –cosa que confirmó al ver a Felguer– y que eran sacados de noche y llevados a un lugar donde antiguamente funcionaba una granja, dentro del mismo predio castrense, para ser torturados.

También precisó que participó de operativos enmarcados en la alegada “lucha contra la subversión” a cargo de quien era su jefe inmediato, el imputado Santiago Carlos Héctor Kelly del Moral. Además de participar de un allanamiento en un campo en busca de “terroristas” que nunca encontraron y de constantes “controles de ruta”, le tocó presenciar un traslado de detenidos que al evocarlo ayer no pudo evitar quebrarse emocionalmente. Iriarte relató que una mañana lo llevaron al aeroclub de Gualeguaychú y le ordenaron apostarse a 20 metros de la cola de un avión Hércules que estaba en la pista. Mientras estaba allí escuchó a dos penitenciarios federales que comentaban las “brutalidades” que ejercían sobre los presos políticos. Luego vio llegar un colectivo, que podría ser el del Escuadrón, del que bajaron entre 20 y 30 personas. “Los bajaron a trompadas y patadas. Esos pobres presos no tocaban el suelo. Ni a los animales se los trata así. Los subieron al avión y los encadenaron al piso, en medio de lamentos y gritos de dolor”, expresó. Allí se comentaba que eran presos que trasladaban a Coronda. Él realizó esa custodia junto a otros cinco o seis soldados y su jefe Kelly del Moral.

El exconscripto mencionó al imputado Juan Miguel Valentino, jefe del Escuadrón, como uno de los responsables. También al subjefe Gustavo Martínez Zuviría, a quien calificó de “un tipo muy despreciable y sádico”. Para ilustrar esos calificativos relató: “Un soldado tuvo un accidente en una rodilla y Martínez Zuviría le gritaba que era un invento para salvarse de la conscripción y lo agarró a patadas en la rodilla. Por eso lamento que hoy esté muerto”.

Recuerdos de un sobreviviente
Luis Ricardo Pico Silva brindó ayer una emotiva testimonial durante la cual confirmó que compartió cautiverio en el centro clandestino de detención de Comunicaciones del Ejército, en Paraná, con una víctima de la causa Harguindeguy: Carlos Martínez Paiva. Silva dijo que lo vio “destrozado” por las torturas que había recibido en la Policía Federal de Concepción del Uruguay y “cadavérico”. También vio allí a Victorio Coco Erbetta: como declaró en la causa Área Paraná, dijo que una noche lo llevaron a hablar con monseñor Adolfo Tortolo, quien le dio cigarrillos que Erbetta al regresar compartió con los secuestrados. Más tarde, de madrugada, por los agujeros del calabozo vio pasar un cadáver tapado con una sábana ensangrentada. Enseguida imaginó que era el cuerpo de Coco, que nunca más apareció.

Silva fue detenido en el club La Vencedora de Gualeguaychú, la noche del 12 de agosto de 1976, por parte de dos policías de la ciudad. Lo llevaron a la Jefatura Departamental de Policía y al día siguiente lo trasladaron a Paraná. Previo paso por la Dirección de Investigaciones que funcionaba en calle Buenos Aires frente a la plaza Alvear, lo dejaron en Comunicaciones. Los policías gualeguaychuenses que lo llevaron se ligaron una fuerte reprimenda de parte del militar que los recibió, porque lo habían llevado sin capucha y sin esposas. A Silva lo “azotó contra la pared” y le gatilló el arma en la cabeza. Durante su declaración, dio cuenta del “infierno” que vivió en ese CCD hasta que fue trasladado la cárcel de Paraná. Desde la unidad penal también lo sacaban encapuchado para torturarlo. Luego recorrió otras cárceles del país hasta que fue liberado días antes de la guerra de Malvinas.

También recordó a los desaparecidos de Gualeguaychú con quienes compartía la militancia de aquellos años, en el peronismo y en Acción Católica. Así mencionó a Norma Noni González, Oscar Alfredo Ruso Dezorzi, Blanca Angerosa y Enrique Guastavino.

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